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Revista Concentus Libri


 

LIBROS PARA LEER, LIBROS PARA VER

Pulse sobre la imagen para ampliar Afortunadamente, el pintor de Altamira no sabía aún escribir. Tenía que expresar algo, que comunicarse con los demás, acaso con la divinidad o tal vez consigo mismo, y lo hizo con los únicos medios de que disponía, con tierras de colores sobre la roca virgen, legándonos así un impresionante testimonio de la innata capacidad creativa y abstractiva del hombre y de su hambre de belleza. Un testimonio, pues, que en un estadio más avanzado de ese proceso progresivo de abstracciones en que consiste la generación y transmisión de las ideas no se habría hecho realidad.

Es más que probable que la escritura haya nacido de la pintura -que es una primera abstracción, aunque nuestro pintor rupestre se valiera ocasionalmente de alguna protuberancia de la piedra para no resignarse a perder por completo una de las tres dimensiones espaciales- como consecuencia de ese proceso de nuevas y sucesivas abstracciones (pictogramas, ideogramas...) y convenciones que desemboca en nuestra actual palabra escrita. La imagen precedió a la palabra y no es de extrañar que ahora, arropándose en McLuhan, pretenda postergarla.

Pero imagen y palabra no son contrincantes, sino aliadas. Y así lo entendieron desde hace milenios los artistas que, sobre la piedra, el papiro, la arcilla o la piel curtida y alisada de un animal, quisieron dejar constancia, valiéndose de palabras y de dibujos, de experiencias, hechos, ideas, descubrimientos y aspiraciones de su mundo, de la forma y la vida de otras personas y seres de su entorno, del hombre, en fin, como centro e intérprete de la Creación. Y de ahí nació el libro ilustrado. Con vocación de pervivencia.

Pulse sobre la imagen para ampliar Desde la más remota antigüedad se conservan aún documentos demostrativos de ese hallazgo del ingenio humano: inscripciones murales, estelas, tablillas, rollos y los primeros libros propiamente dichos. Libros que eran tanto para leer como para ver y cuya concepción básica no ha variado sustancialmente hasta nuestros días.

Las ilustraciones de un libro cumplían -y cumplen- una función proteica que ha sido objeto de multitud de interpretaciones y análisis en los que no hay por qué entrar aquí. Según su naturaleza, es evidente que algunas desempeñan un papel meramente didáctico -las láminas de un tratado de arquitectura o de botánica, por ejemplo- y el de otras es sólo ornamental -orlas o decoración de muchos códices "ricos"-, si bien cabría matizar que las primeras no suelen rehuir pujos esteticistas ni las segundas, a veces, la oportunidad de introducir alusiones significativas ("grotescos" o figuras reconocibles). Buenos espejos respectivos se encuentran en las páginas del De materia medica de Pedacio Dioscorides, anterior al año 512, de la Biblioteca Nacional de Viena, y en algunas del Akathistos del ms. R.I.19 de la Biblioteca de El Escorial.

Pulse sobre la imagen para ampliar Pero entre uno y otro extremo se cuentan las imágenes que pueblan la mayoría de los códices con pinturas, principalmente los de tema religioso. A primera vista se diría que, en este caso, su propósito inmediato es el de suscitar o avivar la devoción del lector mostrándole gráficamente la majestad de la divinidad, las delicias del cielo en contraposición a los horrores del averno, las penalidades de la Pasión o la belleza de los ángeles, sobre todo si se trataba de persona poco letrada. Tal propósito parece relativamente claro en los manuales piadosos de gran consumo que se difundieron entre los siglos XIII y XVI -en especial a partir de la universalización del uso de la imprenta- con el nombre de Specula y Bibliæ pauperum, a los que la palabra sólo se ofrecía como guía o subrayado de las numerosas imágenes. Es de suponer que manuales y devocionarios de ese tipo serían los únicos libros manejados por la mayoría de los hogares modestos. Todavía es frecuente en áreas sociales culturalmente rezagadas la sinécdoque de llamar "santos" a cualesquiera imágenes impresas en libros o revistas. Pero no siempre se utilizaron aquellas imágenes religiosas para ilustrar libros más "para ver" que "para leer", es decir, para iletrados; bastantes evangelios y biblias "moralizadas", sembrados todos de ricas miniaturas envueltas en pan de oro dominando al texto, salieron de los scriptoria monacales o cortesanos para halagar la vanidad o el buen gusto de reyes, nobles y príncipes de la Iglesia poco sospechosos de refractarios a la lectura. Y es curioso advertir cómo la imágenes de ambas clases de libros se encuadran en una iconografía común que se perpetúa con pocas variantes a través de la historia y aun de la geografía, lo que abre un nuevo campo a su interpretación sagazmente explorado por pensadores de la talla de Erwin Panofsky.

Pulse sobre la imagen para ampliar Hay una obra capital de la miniaturística española que ofrece una amplia gama de intencionalidades atribuibles a sus numerosas láminas: la edición "rica" (mss. T.I.1 de El Escorial y B.R.20 de Florencia) de las Cantigas en loor de Santa María de Alfonso X el Sabio: junto a las que ilustran sus casi tres centenas de "cantigas de miragre" con seis o doce viñetas (sólo hay una, la primera, que tiene ocho) que recogen escenas de inspiración realista del episodio que se narra -aquí aparecen un juego de pelota, una corrida de toros, una farmacia, un parto...-, las que acompañan a las "cantigas de loor", una por cada nueve de las narrativas, son de carácter o tema predominantemente religioso. Descartados los propósitos obvios discriminados más arriba, hay que concluir que en esta obra, como en los códices ricos también precitados, lo que perseguían los maestros iluminadores era satisfacer el deseo de sus altos destinatarios de poseer una obra bibliográfica digna de admiración, como es, por antonomasia, el caso de la famosa Biblia de San Luis que hoy se muestra, como una joya más, en el tesoro de la catedral de Toledo.

Pulse sobre la imagen para ampliar Por supuesto, hay una mayoría de libros sólo "para leer": todos los que carecen de ilustraciones; en cambio, no existen en la práctica libros sólo "para ver": acaso merecerían esta consideración algunos cuadernos de campo de pintores famosos, como el Libro de retratos de Pacheco del museo Lázaro Galdiano de Madrid, o el Libro de retratos de los Reyes del Alcázar de Segovia de Hernando de Ávila, propiedad del museo del Prado. Lo común es que un libro ilustrado sea tanto para leer como para ver, dependiendo que lo sea más para lo uno o para lo otro de su tema y de la densidad relativa y del número de sus ilustraciones. En los dos extremos, a título de ejemplos conocidos y dentro del catálogo de manuscritos con pinturas, podrían situarse las Instituciones latinas de Antonio de Nebrija (ms. Vit. 17-I de la Biblioteca Nacional de Madrid), con sólo una hermosa miniatura a modo de pórtico, aparte de algún motivo ornamental o heráldico añadido, y el Speculum animae de la Bibliothèque nationale de París (ms. Esp. 544), con únicamente 4 folios de texto frente a 34 de pinturas con alguna leyenda, la gran mayoría a página entera.

Para concluir, agradezcamos a los miniaturistas su paciente y primoroso trabajo, gracias al cual tenemos hoy una variada muestra del arte pictórico practicado durante cerca de diez siglos que no fueron capaces de legarnos casi ningún otro ejemplo de su desarrollo y un documento gráfico y veraz de la vida y los usos y costumbres de los hombres y las mujeres de cada época y lugar. Un trabajo el suyo que, por encima de su propósito inmediato o práctico, revela un ansia no siempre satisfecha de crear belleza perdurable.

Agustín Santiago Luque

 
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